La 'sape' congoleña: lecciones de estilo de dandies africanos

La 'sape' congoleña: lecciones de estilo de dandies africanos

Brazzaville, República del Congo. Con la llegada de los franceses al país africano, a principios del siglo XX, nació el mito de la elegancia parisina entre los jóvenes de la etnia bakongo que trabajaban para los colonos, altivos señores que les mostraron un mundo hasta entonces desconocido. La sofisticación técnica y el poderío económico de […]

Brazzaville, República del Congo. Con la llegada de los franceses al país africano, a principios del siglo XX, nació el mito de la elegancia parisina entre los jóvenes de la etnia bakongo que trabajaban para los colonos, altivos señores que les mostraron un mundo hasta entonces desconocido. La sofisticación técnica y el poderío económico de los invasores deslumbraban tanto como sus maneras refinadas en la mesa y su elegancia en el vestir.
La Sape (Société d’Ambianceurs et Personnes Élégantes) se inició con André Grenard Matsoua, el primer bakongolés que se aventuró a viajar a París. Es difícil saber qué ocurrió realmente, pero la leyenda cuenta que, tras ser dado por muerto durante la I Guerra Mundial, Matsoua regresó a Bakongo en 1922. Vestía un inmaculado traje a rayas y presumía de un elegante sombrero a juego y unos relucientes zapatos de cocodrilo, algo nunca visto antes en un africano, y se apoyaba en un fino bastón de madera de caoba.

A su llegada despertó un alboroto indescriptible: era el primer excombatiente que retornaba como un genuino señor francés. Pronto nació el mito de Matsoua, el primer grand ‘sapeur’. Hoy, la principal avenida de Bakongo lleva su nombre. A pesar de que ha transcurrido casi un siglo desde aquel primer viaje iniciático, la quimera de París sigue viva en el imaginario de muchos congoleses.
La mayoría de los ‘sapeurs’ no tiene muchos ingresos, lo que determina el carácter de su aventura parisina. Una vez llegados a la capital de la moda, bajan del avión vestidos elegantemente, piden un taxi como si lo hubiesen hecho toda su vida y se dirigen respetuosos a aquellos lugares que les explicaron otros ‘sapeurs’. Tras la breve luna de miel en la ciudad de sus sueños viene la difícil adaptación del inmigrante. Les esperan años de sacrifício durante los cuales, probablemente, malvivirán gracias a unos ingresos miserables en barrios del extrarradio. Pero si son afortunados, conseguirán ahorrar lo suficiente para regresar a Bakongo con unos cuantos trajes selectos, que despertarán pasiones y evidenciarán el éxito de su aventura.

LA ÉTICA DEL ‘SAPEUR’

Allureux tiene 32 años y desde niño practica la Sape, que “mucho más que vestir elegantemente, es un modo de vivir”. Por su refinado gusto, sus compañeros le consideran “el señor de la Sape”. Él es quien les aconseja sobre cómo mejorar su estilo, pues cada ‘sapeur’ es único y desarrolla una personalidad propia. Se nutren de los consejos de los grandes que han regresado de París o de las imágenes de las televisiones y las revistas europeas. Allureux afirma que lo que realmente distingue al ‘sapeur’ es su moral. “La gente nos conoce, nos admira, somos personajes públicos. Por eso, un auténtico sapeur nunca se pelea ni roba, tampoco maltrata a su mujer o se acuesta con la esposa del vecino. Un buen sapeur reza y va a la iglesia. La Sape es un oficio. Yo tengo dos hijos a los que he criado gracias a la Sape”.

Gentleman

Allureux es uno de los muchos ‘sapeurs’ que no tienen otra profesión. La vida es barata en Congo, paga 20 euros al mes por su habitación alquilada, pero la vestimenta resulta cara. “Un buen sastre cobra más de 300 euros por traje, los zapatos deben ser Weston y, por lo menos, cuestan 150 euros; los calcetines Pierre Cardin, a juego con la corbata y el pañuelo, también son imprescindibles. Si añadimos otros complementos, como los puros –que exhibo, pero rara vez fumo–, el pañuelo de seda o las gafas, es una fortuna”.
Un auténtico ‘sapeur’ nunca se pelea, ni roba, ni maltrata a su mujer. Su moral es lo que le distingue
Con los años ha reunido un amplio muestrario de trajes, camisas y corbatas que, en ocasiones, alquila: obtiene unos 30 euros por el alquiler de un traje, y también gana algo de dinero cuando acompaña a una mujer en una fiesta o a tomar un refresco. Allureux no está casado y lo tiene claro: “Prefiero gastarme el dinero en trajes que en una mujer. Con los trajes puedes ir a cualquier lado y así te conocen. Es importante mantener el prestigio”. Salvo raras excepciones, la Sape continúa siendo cosa de hombres.

Un buen ‘sapeur’ no deja nada al azar, su imagen y su comportamiento en público deben ser impecables. Aseados y peinados, salen a la calle luciendo una combinación magistral de colores. Todos sus movimientos han sido perfectamente estudiados. “Es un arte”, explica Romario, un grande que levantó tal entusiasmo a su regreso de París en 1993, que, incluso hoy, muchos recuerdan los atascos que provocaba al pasear por las avenidas de Brazzaville. Poseedor de una exquisita elegancia, fue contratado como asesor de los ministros del país. “Ahora, hasta el presidente es un buen ‘sapeur’. Pero antes no era así. Los ministros, incluso los ricos, han aprendido a vestirse bien gracias a nosotros, los ‘sapeurs’ de Bakongo”, relata con orgullo.

Mientras tanto, Lamam desayuna en un bar cercano a su casa. Lamam se inició en la Sape en 1958, y desde hace varios años vive en una humilde habitación alquilada de paredes de adobe, en una calle sin asfaltar de un barrio popular de Brazzaville. A sus 68 años, todavía persigue el mismo sueño de juventud: viajar a Francia y regresar a Bakongo como un aristócrata de la suprema elegancia. Pero, mientras tanto, la vida sigue.

Hasta las cuatro de la tarde Lamam no se preparará para la Sape. Se vestirá con la ayuda de su nieto, al que está iniciando en los secretos de la Sape. Hoy luce un traje gris a rayas con pajarita y sombrero a juego; el chaleco y la camisa son de un blanco inmaculado. Pero destaca, sobre todo, el parche negro que cubre su ojo derecho, homenaje al estilo de los antiguos ‘sapeurs’ de las películas de exploradores. También le distinguen un guante negro de piel o el bastón de madera con el que dibuja círculos en el aire mientras camina enérgicamente por las calles de Bakongo. Sus muecas son inconfundibles. Cruza la puerta de su casa y pronto se escuchan los primeros piropos: “Papa, papa, tu est bien habillé!”, le gritan cariñosamente unas mujeres. Lamam las saluda regalándoles una sonrisa.

Davide Scagliola

Nos dirigimos a un pequeño restaurante en el que se celebra un funeral. La presencia de ‘sapeurs’ es casi imprescindible. Dan un toque de elegancia y distinción al acto que, lejos de ser triste, es más bien festivo. Su ausencia revelaría que la familia del difunto carece de recursos. Sería penoso no poder homenajear al fallecido como se merece. Comen y beben cerveza hasta que suena la música. Lamam se levanta y saca a bailar a la viuda. Comienza un curioso ritual en el que los invitados, uno a uno, entregan un sobre con dinero, que la viuda atrapa en su boca mientras continúa bailando con el ‘sapeur’.

En vez de tomar un taxi hasta el café La Déténte, el grupo de ‘sapeurs’ decide pasear para exhibir su elegancia. “La-mam, La-mam!!”, le gritan unos niños. Lamam sonríe pícaramente gozando de su popularidad. “Cuando me visto elegantemente y salgo a la calle, me olvido de todos mis problemas… Son instantes de gloria en los que soy inmensamente feliz”, confiesa.
Llegamos al café al anochecer, la orquesta está a punto de empezar su actuación. Los sapeurs se detienen en la entrada y miran con altanería a su alrededor. Medio centenar de niños y jóvenes observan embobados su repertorio de gestos y movimientos. Unos minutos después, los ‘sapeurs’ entran en el local con paso decidido, piden cerveza, se vacían los asientos de la primera fila y suena una rumba congolesa. Al rato se levantan y ejecutan pases que parecen bailes. La fiesta ha comenzado y ellos son las estrellas.

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