Albert Serra, a su manera

Albert Serra, a su manera

Coincidiendo con el fragor de la tempestad de acero que devastó Europa hace un siglo, Universal acuñó un asombroso eslogan para promocionar a una de sus mayores estrellas, Erich von Stroheim. Aquel corte de pelo marcial, su marcado acento y monóculo tenían mucho que ver, también el hecho de que encarnara una y otra vez […]

Coincidiendo con el fragor de la tempestad de acero que devastó Europa hace un siglo, Universal acuñó un asombroso eslogan para promocionar a una de sus mayores estrellas, Erich von Stroheim. Aquel corte de pelo marcial, su marcado acento y monóculo tenían mucho que ver, también el hecho de que encarnara una y otra vez a retorcidos oficiales prusianos siempre crueles y degenerados. “El hombre al que le gustaría odiar” rezaba, y al público le encantó. Odiar al villano. Al enemigo. A Albert Serra (Banyoles, Girona, 1975) la vieja frase publicitaria le sienta como una de sus chaquetas cruzadas. Y, sin ánimo comparativo, ambos tienen en común una adjetivación que les tacha de extravagantes y desproporcionados, arrogantes e iluminados, provocadores y bocazas. Solo desde este punto de vista puede entenderse que el primer cineasta español –ni Buñuel lo consiguió– en alzarse con el Premio Jean Vigo, uno de los más prestigiosos entre los que nuestros cinéfilos vecinos franceses entregan (que cuenta en su palmarés con directores tan poco sospechosos como Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Chris Marker, Maurice Pialat o Philippe Garrel), sea ninguneado y hasta insultado en nuestro país. Recientemente, Serra se ha hecho con el Premio Feroz Especial 2017, que reconoce a aquella película que, a juicio del Comité Organizador, hubiera merecido mejor suerte en su carrera comercial. Es innegable que Serra se complace en alargar una película –como si estas se convirtiesen en pruebas de resistencia– tanto como sea posible, dotándolas de un tempo narrativo frágil que sigue el tenue hilo del relato como quien buscase la salida del laberinto cretense. Y, claro está, le gusta incordiar a los mitos del imaginario colectivo occidental, enfocar sus sombras, desentrañar su maraña. Con una estética que hace bandera de la anomalía, dado que no pretende de ningún modo ofrecer una imagen de la belleza natural ni brindar el sosegado placer de la contemplación de formas armónicas, el suyo es un cine performativo y hasta un poco teatral, de carácter lúdico y dionisíaco. A él le gustan los auteurs sólidos y adamantinos de los que es adalid, paladín y sucesor. Por eso prefiere rodar “a su manera”, sin el espectador en mente, sin pensar en si entrará o no en su juego. La elección de las célebres Memorias de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, como base para la película La muerte de Luis XIV, que se estrenó el 25 de noviembre, no puede haber sido más adecuada: escritas entre tres y cuatro décadas después de los acontecimientos que narran, son un ejercicio de histoire particulière en el que se entremezclan memoria, subjetividad y también –¿por qué no?– imaginación, idéntico modo de evocación al de Serra cuando escudriña las vidas de sus personajes reales, ya sean Casanova, Goethe, Hitler o Luis XIV. Cuando las redacta, a los 64 años de edad, el duque vive alejado de Versalles y su Corte, descreído de la política y del mundo. “Saint-Simon será siempre un hombre del pasado –escribió Carlos Pujol–, que juzga insuperable, irrepetible”. Afligido por una eterna nostalgia, su único refugio fue el calor de sus caudalosas Memorias (la canónica y monumental edición de Boislile, publicada entre 1879 y 1930, se compone ni más ni menos que de ¡cuarenta y tres volúmenes!; una prolijidad a la medida del cineasta de Banyoles).

Visiones sobre la muerte

“Me interesaba ver la diferencia de cómo se vive la muerte en la representación, delante de los otros, y cómo se vive en la verdadera intimidad –explica Albert Serra–. Pero lo que más me atraía era ver cómo el poder absoluto tiene que enfrentarse a la impotencia absoluta, en este caso la decadencia del cuerpo corrompido. Lo más injusto de este mundo, la monarquía, luchando contra lo más democrático de todo, la muerte. Pensaba que sería una película muy radical y repetitiva, porque son casi dos horas de agonía en una única habitación, pero nadie se va del cine. Al principio no sabía qué pensar, estaba incluso avergonzado. Pero luego, como siempre, todo me da igual”. No todo. Pongamos el rigor. “La película es muy fiel a la Historia, aunque tenga también licencias poéticas, porque, de otro modo, no resultaría contemporánea. Una de las ideas que trata el film es la de vivir el presente a través del pasado. Y no (re)vivir el pasado gracias a la memoria. He sido muy respetuoso tanto con la Historia como con la historia. Pero, por otro lado, soy un artista”. Nadie lo duda, solo que algunos lo dicen con retintín. Y si Saint-Simon concibió sus recuerdos cortesanos con el fin último de glosar un sistema de poder perfecto a su juicio –que tras la muerte del Rey Sol “deja de ser la objetivación de una trascendencia para convertirse en objeto de un ejercicio razonable y espacio de convergencias sociales”–, de su ensortijada mano Serra nos convierte en espectadores de un segundo final igualmente trascendental: el rey se muere, sí; un rey con los rasgos de un Jean-Pierre Leaud envejecido. Ya no es Antoine Doinel, ni aquel estudiante maoísta godardiano, ni siquiera el libertino y pedante Alexandre de La mamá y la puta. Y uno no puede reprimir la sensación de que, quizá, agoniza junto a él en su regia cama el cine denominado banalmente de autor. Las últimas palabras del monarca que hizo célebre la divisa de L’État c’est moi fueron, según se nos ha contado, “Me marcho, pero el Estado siempre permanecerá”; a Albert, que no duda en coronarse como el mejor cineasta en activo de nuestro país, le divierten mucho las paradojas. Y si es cierto que él y su cine a contracorriente son el mejor ejemplo de que la originalidad es posible aún, no lo es menos que esta rara vez encuentra espectadores y aún menos aplausos.

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