Peter Sellers, en una imagen de El retorno de la pantera rosa, película dirigida por Blake Edwards, estrenada en 1975.

Peter Sellers: cien años del payaso que escondía sus lágrimas

Se cumplen cien años del nacimiento de Peter Sellers, uno de los mayores talentos cómicos de la historia del cine, un hombre que, lejos de los focos, fue tan egocéntrico como vulnerable y tan excesivo como fiero e intratable.

Si es cierto, como juzga Walter Benjamin, que “el nombre es la esencia más interior del lenguaje”, el propio no puede ser otra cosa que la sustancia íntima de uno mismo, al tiempo su naturaleza, voluntad, anhelo y destino. Y quizá por ello Peter Sellers –al que sus padres se empeñaron en llamar así, Peter, en recuerdo de un hermano mayor fallecido prematuramente, pese a haberlo bautizado como Richard Henry– afirmara haber podido encarnar a cualquier persona excepto a sí mismo. Por no conocerse en absoluto. “No sé quién soy”, llegaría a confesar en una célebre entrevista.

Un recuerdo infantil rememorado por su madre, Peg, sirve para ratificar nuestra conjetura: con apenas diez años su pasatiempo favorito –casi obsesivo, adjetivo forzoso para esbozar su perfil– era imitar las voces de los actores cómicos de las emisiones radiofónicas de BBC hasta la perfecta mímesis, una práctica que se nos antoja tan divertida como inquietante en un niño. Y dos de los cineastas más importantes en su descollante y desigual carrera apoyan la moción. Primero, Blake Edwards, quien afirmó de Sellers: “Era una botella vacía que yo podía llenar con mis propias ideas”; y también Stanley Kubrick, respondiendo retóricamente a la pregunta “¿Peter Sellers? No existe tal persona”. Así que Peter Sellers no sería más que el nombre de un actor (alguien que se gana la vida dándola a otros). O quizá, simplemente, la máscara bajo la que se ocultó.

Stanley Kubrick dando instrucciones a Peter Sellers en el rodaje de ¿Teléfono rojo?
El director Stanley Kubrick, de pie, da instrucciones a Sellers durante el rodaje de la película ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la segunda película, tras Lolita, en la que ambos trabajaron juntos. La imagen fue tomada en 1964.

En cambio, sí sabemos que nació en Southsea (Hampshire, Reino Unido) el 8 de septiembre de 1925, por lo que este mes de rentrée celebramos su centenario; que sus padres, William (Bill) Sellers y Agnes Doreen (Peg) Marks, fueron oscuros artistas de variedades y que debutó –en brazos de un actor– sobre las tablas del King’s Theatre de su ciudad natal con apenas dos semanas (el público comenzaría a cantarle For He’s a Jolly Good Fellow y él rompió a llorar). También que fue un niño tímido e inseguro, con cierto complejo de culpabilidad por su ascendencia judía y un desarraigo por acompañar siempre a sus progenitores en sus frecuentes giras. Mientras que su padre dudó de sus dotes interpretativas, su madre, con quien mantuvo una relación cercana al dominio –descrita por su íntimo amigo y colaborador Spike Milligan como “enfermiza”–, le alentó a seguir su carrera. Como así haría.

Y es que, alejado de los focos, Sellers fue todo un personaje. Afirmaba, por ejemplo, que su capacidad interpretativa residía en su condición de médium, lo cual puede sonar un poco chiflado, pero ¿acaso no son todos los buenos actores el instrumento mediante el cual los personajes que crean se corporeizan? Terriblemente supersticioso, su astrólogo de cabecera ejercía un enorme poder sobre él y, de paso, sobre su carrera. Muy conocidas son tanto su afición a las bromas pesadas como su imprevisible temperamento, que llevaron al director Roy Boulting a confesar que trabajar con él –en Cielos arriba (1963)– había sido sin duda “la experiencia más infeliz de toda mi carrera”.

A lo largo de las tres décadas que cubre su trayectoria cinematográfica, Sellers participó en medio centenar de películas y prestó su voz –y sus prodigiosas dotes para la imitación– a unas cuantas más. Como tantos otros talentos británicos, se dio a conocer gracias a los Estudios Ealing, símbolo por excelencia de la época dorada del cine inglés, con un papel secundario en El quinteto de la muerte (1955), junto al gran Alec Guinness. Pero el filme que le conduciría al estrellato fue la comedia negra La batalla de los sexos (1960). Tras verla, Kubrick decidió darle el papel de Clare Quilty –seguramente el más despreciable de todos– en su adaptación de la Lolita de Nabokov, lo que significaría un salto definitivo de calidad. Volverían a colaborar en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), afiladísima sátira de la Guerra Fría y sus tenebrosos protagonistas que le granjeó su primera nominación al Oscar. Él fue el primer –y único– actor al que el (probablemente) más controlador de los directores que han dado la voz de ‘¡acción!’ dejó improvisar, dándole cinco papeles distintos que finalmente se quedarían ‘solo’ en tres. El rodaje fue tan exigente e intenso que ambos acabaron exhaustos y hartos el uno del otro, lo que no impidió que se elogiaran mutuamente.

Peter Sellers junto a su esposa, la actriz sueca Britt Ekland.
El actor, junto a su esposa, la actriz sueca Britt Ekland, fotografiados en su yate por Terry O’Neill, en 1966.

A esa época pertenecen también títulos como La pantera rosa (1963) y El guateque (1968), ambas dirigidas por Blake Edwards, con quien el actor mantuvo una tempestuosa relación profesional. En la primera dio vida al patoso inspector Clousseau, quizá su personaje más popular, y en la segunda, un homenaje al slapstick y la comedia de improvisación, reventó la fiesta más sonada de Hollywood merced a una ingenuidad combinada con una calculada propensión a la torpeza.

Otra anécdota resulta reveladora del trastornado carácter de Sellers: aunque Edwards y él se llevaron cada vez peor a lo largo de su colaboración en las siete películas que hicieron juntos –hasta el punto de que llegarían a comunicarse exclusivamente por escrito en la mayor parte de ellas–, la gota que colmó el proverbial vaso fue una llamada telefónica a las tres de la madrugada. El actor despertó al cineasta para contarle cómo debían rodar una irrelevante secuencia a la mañana siguiente. Después de escuchar un batiburrillo de ideas inconexas, enfadado, Edwards le dijo que lo que proponía era una memez; a lo que Sellers, incrédulo, le respondió “pues acabo de comentarlo con Dios, y ha sido él quien me ha explicado cómo tenemos que hacerlo”. Edwards concluiría la conversación argumentando que, si bien Dios había mostrado cierto talento al crear el mundo, no era un buen guionista. “La próxima vez que hables con él, recomiéndale que no se meta en el mundo del espectáculo”. Fue la última vez que hablaron.

Un frustrado clímax

Pero no nos adelantemos: en la cumbre de su carrera, la noche del 5 abril de 1964, un mes después de haber comenzado el rodaje de Bésame, tonto (1964) a las órdenes del mismísimo Billy Wilder, el actor inhaló popper en busca “del orgasmo definitivo” con su esposa, la actriz sueca Britt Ekland. El resultado fueron ocho ataques de miocardio en las tres horas siguientes, motivo que le obligaría a abandonar la película. Wilder, con su habitual sarcasmo, declaró a la prensa que “para sufrir un ataque al corazón es necesario tener uno” y tuvo que sustituirle por Ray Walston. El resultado fue, además de un bluf, cierta humillación pública. Desde entonces su salud no volvería a ser la misma, y a sus problemas físicos –varios infartos más en años sucesivos; uno de ellos en un vuelo transoceánico– fueron añadiéndose otros de índole mental: agudización de su tendencia a la esquizofrenia, delirios de grandeza alternados con etapas de una inseguridad casi patológica, profundos ciclos depresivos, etc., etc.

Peter Sellers caracterizado para la película Un cadáver a los postres, dirigida por Robert Moore (1976).
El actor británico caracterizado para la película Un cadáver a los postres, dirigida por Robert Moore (1976). Casi a la par y en los años posteriores, llegarían, entre otras películas, varias secuelas de La pantera rosa, siempre bajo la batuta de Blake Edwards, y Bienvenido Mr. Chance (1979), que le valió un Globo de Oro póstumo.

La década de los 70 vio decaer su carrera, que no su fama. Aun así, destacan un par de vehículos de lucimiento como Camas blandas, batallas duras (1974), en la que interpretó él solo media docena de papeles –incluyendo a Hitler–, o Un cadáver a los postres (1976), con un reparto memorable liderado por un Truman Capote al que los tiempos muertos del rodaje aburrían soberanamente. Obsesionado con demostrar que, pese a lo que muchos creían –como su admirado Orson Welles, que le consideraba “no un actor profesional sino solo un graciosillo”–, podía interpretar papeles serios, la que sería su última cinta, Bienvenido Mr. Chance (1979), un proyecto personal que le costó años sacar adelante, significaría un postrero cambio radical de registro. Su sorprendente interpretación del simple y analfabeto jardinero tomado por oráculo le valió un Globo de Oro póstumo, pero no el ansiado Oscar, que se llevaría Dustin Hoffman por la lacrimógena Kramer contra Kramer.

No podemos despedir al personaje sin plantear a los lectores la paradoja del payaso triste, que asocia el sentido del humor desarrollado desde una edad temprana, ciertos complejos y/o traumas infantiles, la búsqueda constante de aprobación y trastornos mentales como la depresión o la neurosis con no pocos artistas cómicos. No pretendemos usurparles el diván a Freud, Lacan, Jung y compañía, pero…

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