Robert Louis Stevenson, el contador de historias
Robert Louis Stevenson, creador de aventuras inmortales, combinó la fascinación por lo desconocido con una profunda reflexión sobre la naturaleza humana. Su vida errante y su pluma viajera lo convirtieron en un contador de historias que sigue inspirando a generaciones.
“De todos los escritores que han existido, Stevenson es aquel con quien yo más me identificaría”, dijo alguna vez Jorge Luis Borges. No era un cumplido menor: el autor de El jardín de senderos que se bifurcan veía en el escocés una rara mezcla de pureza narrativa, sentido de la aventura y hondura moral. Su influencia, de hecho, no se limita a Borges. De Conrad a Chesterton, de Graham Greene a Nabokov, pocos escaparon al embrujo de ese hombre que, como algunos de los héroes a los que dedicó su pluma, fue un viajero perpetuo.
Robert Louis Stevenson (1850–1894) nació en Edimburgo, hijo de un ingeniero constructor de faros. Durante su infancia, mientras la enfermedad lo mantenía largas temporadas en cama, escribió incansablemente ensayos e historias. Su padre, aunque también había escrito, luego le pidió abandonar “esa insensatez” y dedicarse a los negocios familiares. Stevenson, en cambio, perseveró.
Frente a la novela psicológica que dominaría el siglo XIX, defendió las historias de aventuras. Creía que el relato debía recuperar la energía del mito, la fascinación por lo desconocido. Así nacieron, por ejemplo, La isla del tesoro (1883), con su repertorio de corsarios y mapas marcados con una ‘X’, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), parábola sobre la naturaleza humana, basado en una figura verdadera de su ciudad natal.
Su vida fue tan novelesca como sus libros, que están entre los más traducidos del planeta. Delicado de los pulmones desde niño, buscó climas benignos: viajó por Europa, América y el Pacífico, hasta recalar en Samoa, donde los nativos lo llamaron Tusitala, ‘el contador de historias’. Allí murió en 1894, con 44 años. Él mismo escribió una frase que podría servirle de epitafio: “Viajo no para ir a alguna parte, sino por ir. Viajo por el placer de viajar. La cuestión es moverse”.