Rugby, deporte de caballeros
Una de las definiciones con más insistente eco del rugby la dio el tan agudo como poco deportista Winston Churchill: “Un deporte de hooligans jugado por caballeros”. Y cierto es, como se argumentaba en una de las populares comedias de la serie Jeeves del recuperado escritor P. G. Woodhouse, que el objetivo principal del juego […]
Una de las definiciones con más insistente eco del rugby la dio el tan agudo como poco deportista Winston Churchill: “Un deporte de hooligans jugado por caballeros”. Y cierto es, como se argumentaba en una de las populares comedias de la serie Jeeves del recuperado escritor P. G. Woodhouse, que el objetivo principal del juego es “recorrer el campo con el balón para depositarlo más allá de la línea de marca contraria, y para ello ciertas dosis de agresividad y violencia están permitidas, como hacerles a los contrarios cosas que en cualquier otro ámbito supondrían dos semanas entre rejas y la reprimenda de un juez”. Divertido, sí, pero como todos los estereotipos un poco simplón.
En realidad se trata de un juego de reglas y tácticas complejas, alambicadas, tan ininteligibles en un principio como precisas e inflexibles. Y ya que hablamos de firmeza, ¿qué decir de los valores sobre los que se fundamenta el hermano díscolo del fútbol, cuyo origen mítico está en la rebeldía de un torpe adolescente, William Webb Ellis, que durante un encuentro escolar no solo cogió el balón con las manos, ante la generalizada estupefacción, sino que corrió con él en pos de un insólito e inaugural gol? Entre ellos, el trabajo en equipo, el compromiso y la solidaridad, el espíritu de sacrificio o una exquisita deportividad. Y todo pese a la espectacularización mediática del juego, la vigorexia y una cierta galactización de sus estrellas, efectos no deseados de la profesionalización, a comienzos de los años 90 del siglo pasado, de un deporte otrora romántico, aún hoy exaltante.
Lejos quedan ya, claro, el dandismo mitad oxoniense mitad ruso blanco del Príncipe Obolensky, de quien se cuenta que tomaba ritualmente una botella de champán y una docena de ostras antes de vestir la camiseta del XV de la Rosa (la selección inglesa) y realizar eslálones imposibles para anotar ensayos (que aún pueden disfrutarse gracias a la memoria digital de YouTube); o la invitación a Francia a unirse, allá por 1910, a lo que en adelante sería el Torneo de las Cinco Naciones por haber endosado a los ya entonces temibles All Blacks de Nueva Zelanda ¡8 puntos! en una derrota épica (8-38) en París. La nostalgia es un anticipo a crédito de la vejez. Y, además, sin dicha transición profesionalizadora, no podríamos disfrutar hoy de uno de los grandes acontecimientos deportivos planetarios, la Copa del Mundo de rugby.
Contrariamente a lo que sucede en muchos otros deportes, antes de su primera edición no existía torneo internacional global alguno que dirimiera oficialmente la histórica y reñida pugna entre las selecciones nacionales de los dos hemisferios, boreal y austral. La idea de un Mundial, pese a remontarse a los atómicos 50 del pasado siglo XX, no conciliaba a unos dirigentes demasiado celosos por preservar la tradición amateur del rugby. El ímpetu de las federaciones australiana y neozelandesa, como si de sus colosales delanteras se tratara, lideró el propósito y ambos países consiguieron organizar conjuntamente el primer torneo en el verano de 1987.