Viajando por el tiempo: cómo Times Square se convirtió en el epicentro de la Nochevieja mundial
Y no tiene que nada que ver con las especulaciones de la ciencia ficción, sino con el festivo ritual de saludar al futuro celebrando la Nochevieja en uno de sus lugares más icónicos del planeta: Times Square.
El año de esta historia es un ya lejano 1904; el lugar, Nueva York. Diversos acontecimientos muestran la prosperidad de la Gran Manzana, inmersa en un vigoroso –y profundo– proceso modernizador. Unos pocos ejemplos bastan para refrendar nuestras palabras: en octubre de aquel año comenzaba a circular la primera línea de metro –una de las señas de identidad más características de la ciudad, y en la actualidad el sistema de transporte ferroviario urbano más grande de los Estados Unidos–, que, a través de tres ramales, conectaba la calle 96 con el Upper Manhattan, el Bronx y Brooklyn. Apenas cuatro meses antes había abierto sus puertas en Coney Island, “el patio de recreo del mundo”, Dreamland, el último, más grande y loco, también efímero, de sus tres míticos parques de atracciones originales. Pero el evento decisivo para nuestra historia no es otro que la inauguración de la sede del periódico New York Times, un rascacielos que, gracias a sus 52 plantas, comparte con el Edificio Chrysler el puesto duodécimo del ranking de altura de la ciudad (y que, pese a un mal recibimiento mediático, acabaría por convertirse en icono del skyline neoyorquino). Situado entre las calles 40 y 41 con la 8ª Avenida, a solo unos pasos de Times Square, Adolph Ochs, dueño del periódico, soñaba ya desde su construcción con convertirlo en uno de los lugares más populares –es decir, “más conocidos y apreciados por el público”– de la ciudad. Y, para ello, no dudó en inventar una celebración que a lo largo de más de un siglo ha atraído no solo a locales, también, cada año, a miles de visitantes navideños. Seguro que ya saben de qué hablamos… De la celebración del Fin de Año en Times Square.
Hace más de 4.000 años
Pero antes de seguir tejiendo este relato hecho de noche y luces, multitudes, alegría desbordada e inalterados anhelos debemos echar la vista atrás, muy lejos de los nuevos espacios urbanos de la modernidad, en busca del origen y el sentido del ritual laico y festivo que lo protagoniza: la Nochevieja. Antropólogos e historiadores coinciden en señalar su comienzo remoto en Akitu, una festividad celebrada en Mesopotamia alrededor del año 2000 a.C. En el cambio de nuestros marzo y abril, para conmemorar la llegada de las cosechas, se rendía culto a la fecundidad, encarnada en la diosa Innana. Puede que los banquetes y libaciones en su nombre nos queden un poco lejanos, sí, pero una vez establecido –en 1582, por el Papa Gregorio XIII– el actual calendario gregoriano, que señala el 1 de enero como primer día del año, y transcurridos dos siglos más, sería en el París decimonónico donde surgiera la costumbre burguesa de organizar cenas de gala y fiestas, similares a las de Carnaval, en restaurantes y hoteles selectos, en las que se brindaba con champán para atraer la buena suerte para el año que comienza. Esta práctica se extendería a lo largo y ancho del viejo continente permeando a las distintas clases sociales, que las adaptarán a sus gustos y posibilidades. Antes de cruzar el Atlántico.
Hora de volver a Nueva York. Y a 1904. Hasta entonces, sus ciudadanos recibían el Año Nuevo entre la Avenida Broadway y Wall Street, en el corazón de Manhattan, en la plaza que acoge la Iglesia de la Trinidad. Cuesta imaginarlo, ya que, hoy, la iglesia, construida en 1846 y cuya cruz dorada daba entonces la bienvenida a los barcos que alcanzaban la costa este norteamericana, está encajada entre dos enormes edificios que la empequeñecen y ciegan a un tiempo. Entonces, la muchedumbre se congregaba frente a ella para, pasada la medianoche, divertirse entre el estruendo de latas de conserva repletas de guijarros que agitaban.
Sin embargo, aquel preciso 31 de diciembre de 1904 Ochs organizó un espectáculo de fuegos artificiales frente al nuevo edificio del Times que consiguió congregar la nada desdeñable cifra de 200.000 asistentes. Y el éxito animaría al magnate de la prensa a ir más lejos en sucesivos años. Aprovechando que las autoridades neoyorquinas habían restringido el uso de pirotecnia, tres más tarde mandó construir una gigantesca esfera de metal y madera y colocarla sobre el mástil que corona el edificio, de más de 300 metros de altura. Justo cuando el gentío esperaba el comienzo de las detonaciones y luces de los fuegos artificiales, la bola, iluminada por un centenar de bombillas, comenzó a descender, inaugurando una de las tradiciones navideñas más conocidas del país, ‘la caída de la bola’, que cada año congrega a unas 50.000 personas in situ en Times Square y una audiencia mediática que suma millones en todo el mundo.
Las especulaciones en torno al origen de la ocurrencia son de lo más dispar, aunque la más extendida afirma que fue el mismísimo Ochs quien la ideó inspirándose en una práctica habitual de la navegación: durante el siglo XIX, con la intención de permitir a los marineros sincronizar sus instrumentos durante la travesía, se popularizó la práctica en puertos y faros de bajar una esfera que marcaba el tiempo. Y lo cierto es que dicha operación, que se repetía a diario en el edificio de la Western Union, hoy en día Monumento Histórico de la ciudad, bien pudo ser la chispa que prendió en la cabeza de Ochs. En cambio, Tama Starr, nieta del constructor de la esfera original y actual propietaria de Artkraft Strauss, la compañía que la diseñó, adjudica –¿cómo no?– a su ancestro la invención que, por otra parte, también ha sido otorgada a Walter Palmer, electricista jefe del New York Times en la época. Sea como fuera, fue todo un acierto, ya que más de un siglo después es el centro simbólico de la celebración.
Desde entonces, a lo largo de las décadas, la bola ha sido sustituida varias veces. La actual, de más de tres metros de diámetro, fue instalada en 2009. La esfera, una fina estructura reticular de acero que espeja la forma y dimensión de la Tierra, está iluminada por 672 luces LED y fue decorada con piezas triangulares de cristal (2.688 en total) por los prestigiosos artesanos Waterford. ¿El ritual? Es bien sencillo. La bola desciende vertiginosa por el mástil a las 23:59 (hora local) en una caída que, si bien se nos hace infinita en la espera, dura solo 60 segundos y se cuenta hacia atrás. Le siguen el confeti –casi una tonelada cae sobre la muchedumbre que abarrota la plaza–, el griterío y júbilo de los afortunados que logran hacerse un sitio. Algo nada fácil, por cierto. Ahora, si no están dispuestos a perdérselo, no se preocupen, el día 29 se realiza un ensayo general que, por motivos de seguridad y para garantizar que todo saldrá bien, reproduce al detalle el acto, incluyendo el lanzamiento de confeti desde los edificios colindantes. Una alternativa realista para conseguir vivir un acontecimiento único. Eso sí, de la hora, que se mantiene casi en secreto, deberán enterarse ustedes mismos. Los rumores apuntan al Centro de Visitantes de la propia Times Square… ¡Mucha Suerte! Y, por supuesto, ¡feliz y próspero Año Nuevo para todos!