Bill Nighy, elegancia desconfiada
A Bill Nighy (Caterham, Inglaterra, 1949) aún pueden pararle “unas 15 o 20 veces al día por la calle” para felicitarle por su trabajo, pedirle una fotografía o un autógrafo. Y la gran mayoría de esas veces le reconocen y le celebran por el mismo personaje: Billy Mack, el rockero trasnochado que interpretó en Love […]
A Bill Nighy (Caterham, Inglaterra, 1949) aún pueden pararle “unas 15 o 20 veces al día por la calle” para felicitarle por su trabajo, pedirle una fotografía o un autógrafo. Y la gran mayoría de esas veces le reconocen y le celebran por el mismo personaje: Billy Mack, el rockero trasnochado que interpretó en Love Actually (2003). Pero entre antes y después de ese momento, este actor de clase trabajadora acumula casi cinco décadas de proyectos en teatro, cine y televisión a un ritmo que no tiene pensado frenar, porque sigue disfrutando de su profesión como el primer día o incluso más aún ahora. “Cuando empecé me odiaba como actor”, admite.
Los principios de Nighy no fueron sencillos. Hijo de un mecánico y de una enfermera, nació y creció en un barrio obrero y en un tiempo en el que “eso de ser actor no era ni siquiera una opción”. Intentó estudiar periodismo, pero la nota no se lo permitió y, animado por “la primera mujer a la que deseaba desesperadamente gustar”, empezó a estudiar interpretación sin planes de futuro. Subsistió con trabajos alimenticios, vendiendo ropa, de mensajero…, pasó una temporada en París hasta que el dinero se agotó. “Cogía cualquier trabajo porque no tenía dinero y, si te quedabas sin ideas en aquellos días, conseguías una furgoneta Volkswagen, la pintabas de violeta y te ibas a Nepal”, cuenta a menudo con su habitual retranca británica.
A punto estuvo de abandonar, aunque su padre le frenó. “Pero si has salido en la tele”, le dijo refiriéndose al único capítulo de la serie Softly Softly (1976) en el que apareció. “Hablamos de la prehistoria de la televisión y yo debía de ser el tercer ladrón por la derecha”. Pero hizo caso a su padre y poco después surgió su primera gran oportunidad: formar parte de la compañía teatral Everymen Theatre, en Liverpool, donde empezaron muchos otros grandes nombres de la interpretación británica, como Julie Walters, Jonathan Pryce o Pete Postlethwaite. “Cuarenta años después nos definen como ‘la vanguardia del teatro político británico’. ¿En serio? Yo siempre pensé que éramos un grupo de amigos en una furgo interpretando en cárceles, librerías y pubs”.
Esa frase es Bill Nighy en esencia pura. Sus perfiles y entrevistas de los últimos 20 años giran alrededor de un ego inexistente. Algo extraño en un actor y en un actor de su nivel, con grandes títulos a su espalda, como las franquicias Piratas del Caribe o Harry Potter o cualquiera de las películas que ha hecho junto al cineasta y su amigo, Richard Curtis (Love Actually, Una cuestión de tiempo, Radio encubierta). Pero si por algo es famoso, en realidad, Nighy es por no tomarse nada en serio a sí mismo, ni saber de qué hablan cuando se habla de su talento y carisma naturales. “Nunca veo mis películas y nunca leo nada escrito sobre mí”, se harta de decir. “Me veo siempre horrible, creo que eso le pasará a todo el mundo salvo a algún raro que se considere realmente guapo. Y yo no soy de esos. Solo veo los errores una y otra vez”, añade, y si tiene que recomendar uno de sus personajes siempre sugiere Davy Jones, el malvado con cara de calamar de Piratas del Caribe en el que es imposible reconocerle.
Un trabajo bien hecho
Su problema es la autoconfianza, asegura, a la que llama “un banquete variable”. “Me lleva mucho tiempo recuperarme después de verme en pantalla”, admite. Solo aguantó ver una película entera suya y con público en el estreno de Siempre locos, el título que marcó un antes y un después para él en su carrera. Era su primera comedia pura y dura, la primera vez que descubría el poder de hacer reír y quería ver si lo había logrado. “No es algo mágico, algo intangible; si consigues que todo el mundo se ría con lo que dices o haces, tu trabajo está hecho”, dice con satisfacción. Lo comprobó viéndose en esa película y después espera que haya seguido lográndolo. Por el teatro y por la media de tres películas que ha rodado al año en los últimos 20, algo estará haciendo bien. Nighy, además, tiene un arma secreta y visible para luchar contra su baja autoestima: su buen vestir. Así explica que siempre vista su eterno traje azul marino, hecho a medida, en los sastres de Savile Row, ni más ni menos, combinado con una impoluta camisa blanca. “Sé que no tiene sentido y que, probablemente, no habrá nada malo en mi aspecto físico, pero llevar traje me ayuda con mi confianza personal”, confiesa. El rumor es que incluso ha rechazado personajes si no le parecía que iban bien vestidos. Y luchando contra su propia formalidad y la sensación de ir siempre “demasiado arreglado” a todas partes, en los últimos años ha añadido jerséis marinos de cuello en V y camisas azules. “Supongo que voy hacia un look de bibliotecario chic”, bromea.
Precisamente, en su último filme, Living, “reimaginación del clásico de Kurosawa, Ikiru”, firmado por el Premio Nobel Kazuo Ishiguro, Bill Nighy destaca el traje que viste su personaje protagonista, un veterano de guerra, un burócrata sumido en una rutina tediosa hasta que recibe un diagnóstico médico terminal. “Llevo un traje con más de 70 años de antigüedad, y el sombrero puede aguantar que te golpeen con un ladrillo en la cabeza”, cuenta. Es un personaje que se ajusta como un guante a esa personalidad “lacónica o lánguida” que con frecuencia se le achaca, muy a su pesar.
Él se reconoce más en personalidades rockeras y divertidas. Si algo le gusta es hablar de las playlists que guarda en su librería musical digital y de los libros que lee en cafés anónimos de Londres, la ciudad en la que vive desde los Swinging Sixties, por la que se mueve siempre que puede a pie y de la que sale solo por trabajo o “viajes de un día, para un paseíto por el campo o ver un poco el mar”. Huye del deporte, lo suyo es dejarse llevar por Aretha Franklin o Mary J. Blige, su última reconocida obsesión, a quien se presentó como admirador en unos premios Bafta y de la cantante de soul y hip hop recibió indiferencia porque no le conocía. Un trago de humildad, que Nighy y su limitada confianza bien vestida no necesitan.