Leonard Bernstein: cien años del mito de la música clásica
Dos pastillas en la palma de la mano. Una roja y una verde. Una relajante y otra para estimular la energía. El vendedor de la pequeña farmacia del Carnegie Hall de Nueva York acaba de dárselas al joven Leonard Bernstein, que se refugia en una esquina del local tomando café. Abrumado. Hace apenas dos horas […]
Dos pastillas en la palma de la mano. Una roja y una verde. Una relajante y otra para estimular la energía. El vendedor de la pequeña farmacia del Carnegie Hall de Nueva York acaba de dárselas al joven Leonard Bernstein, que se refugia en una esquina del local tomando café. Abrumado.
Hace apenas dos horas ha recibido una llamada de teléfono anunciando que Bruno Walter –el director titular de la mítica New York Philharmonic Orchestra– tiene gripe y no podrá dirigir la sesión esa noche de agosto de 1943. Y que él, a sus 27 años, será el encargado de levantar la partitura del Don Quijote de Robert Schumann. Una composición de gran complejidad que se inicia con una pausa de cuyo equilibrio depende la construcción del resto de la obra.
Ya entre bambalinas, Bernstein mete su mano en el bolsillo sopesando el extraño color de las píldoras justo antes de lanzarlas lo más lejos posible mientras se dice: “Voy a hacer esto por mí mismo”. Se abrocha la chaqueta de doble abotonadura y sale a escena del imponente Hall recorriendo a grandes zancadas la distancia que le separa del podio, bajo la atenta mirada del público que, distante, ya ha sido advertido del cambio de dirección y observa con desgana la desgarbada figura del joven conductor; sus rasgos toscos y atractivos que podrían ser los de un crooner italoamericano; los gestos vibrantes que durante horas arrancarán a esa experimentada orquesta una interpretación magistral.
“No recuerdo nada de aquella noche desde que salí a escena hasta que terminó la obra”, confesaría Bernstein años después. Los aplausos del imponente auditorio puesto en pie despiertan al joven prodigio de la música americana que esa misma noche se convierte en un mito. La radio ha distribuido a todos los rincones del país su gesta y no solo el New York Times se hace eco de ella en su portada del día siguiente.
Esa noticia recorre el mundo entero y desliza el nombre del joven director en los oídos de todos los expertos y aficionados a la música clásica. Bernstein (1918-1990), un joven judío de origen ucraniano que nació y se crió en Boston y que siendo niño se reconoce en la música con el irresistible magnetismo de quien un día se cruza por casualidad con la persona a quien amó en una vida pasada.
“Para mi padre la profesión de músico era solo un poco mejor que la de mendigo”, relataba Bernstein en el documental Leonard Bernstein: Reflections, de 1978. “En la cultura judía los músicos eran personas sin rumbo que iban de celebración en celebración, a bodas o entierros, lo que fuese. A veces tocaban por un poco de comida o por algo de dinero”, explicaba el compositor y director de orquesta. “No había casi nada más bajo que ser músico, por eso cuando mi padre me abrazó al finalizar la interpretación aquella noche se sanaron muchas cosas entre nosotros”.
Su padre no era el único que recelaría de la ambición musical de Bernstein. La sociedad americana y particularmente el medio de la música clásica no se lo hubiesen puesto mucho más fácil de no ser porque aquella noche en el Carnegie Hall varios astros se alinearon para evidenciar no solo la magia del compositor, director y pianista, sino también el cambio de paradigma de una sociedad que se enfrentaba a la guerra y a sus propios fantasmas. Sin aquella emisión de radio que puso en órbita su gesta, esta hubiese quedado en el anecdotario del Carnegie Hall como la interpretación por parte del director más joven que nunca hubiese dirigido a la Filarmónica de Nueva York en el escenario de aquella venerable institución.
Tres factores se oponían al éxito de Bernstein. Su juventud –“incluso un director de orquesta de 40 años se veía como demasiado joven”, según el propio Leonard–; el hecho de ser americano, cuando solo los europeos estaban bien vistos para esa labor, y por último su origen judío. “Serge Koussevitzky –uno de sus mentores, profesor en la escuela de dirección de Tanglewood a la que el joven conductor asistió en 1940– me sugirió cambiarme el nombre por el de Leonard S. Berns, pero yo le respondí que alcanzaría el éxito con mi propio nombre o no lo conseguiría”, relata el propio Bernstein, que añade en el documental antes mencionado y sin rastro de victimismo: “Yo sabía lo que era el antisemitismo, como lo sabe cualquier chico al que le pegan a la salida del colegio por ser judío. Pero eso nunca me detuvo”.
La ambición de Bernstein solo era equiparable a su capacidad de trabajo y a su talento innato. Era, además, extremadamente inteligente y tenía una visión inclusiva de la música que va más allá de las partituras clásicas. De hecho, su tesis universitaria trató sobre la absorción de elementos afroamericanos en la tradición estadounidense. Y no solo era capaz de detectar la relevancia del blues u otras formas modernas de expresión musical.
Desde que la radio le lanzó al estrellato también entendió cómo el medio en que se transmite la música necesitaba ser actualizado. Y cómo los formatos electrónicos que comenzaban a dibujar una nueva realidad podían convertirse en un aliado para hacer llegar su pasión al máximo número de personas posible.
EL BERSTEIN MEDIÁTICO
Leonard Bernstein podía empatizar con cualquier persona, tenía el don de sentirse cómodo en cualquier ambiente. La realeza europea y la de Hollywood, compositores clasicistas o músicos de jazz, estudiantes universitarios de la Ivy League o jóvenes de barrios marginales, políticos y diplomáticos de todo el mundo –empezando por sus amigos, los Kennedy–.
Bernstein era un portento de la comunicación capaz de conectar a la alta sociedad neoyorquina con los Black Panthers, a quienes organizó una fiesta para recaudar dinero en su duplex de la 4ª Avenida de Nueva York en 1970. Un evento que describió con bastante ironía y mala leche Tom Wolfe en su relato-reportaje Radical Chic: that party at Lenny’s (publicado en España como La izquierda exquisita) y que le llevó a ser investigado por el FBI.
Lenny, como llegó a ser conocido por todo el mundo, estaba por encima de la política, de la normatividad social –casado y con tres hijos, nunca se preocupó en ocultar su bisexualidad–, e incluso por encima de la propia música, quizás la razón por la que fue capaz de elevarla por encima de los límites tradicionales y tradicionalistas. No es habitual que un personaje popular esté a la altura de su propio mito. A Leonard Bernstein, definitivamente, este le quedaba pequeño.