Las otras embajadas españolas
Los españoles que hemos vivido largos años en el extranjero sabemos lo a menudo que hay que esconderse para que tus vecinos, sean éstos ingleses, norteamericanos, franceses, chinos o coreanos, no vean cómo se te suben los colores a la cara porque, horror de los horrores, alguien en nombre de tu país se ha puesto […]
Los españoles que hemos vivido largos años en el extranjero sabemos lo a menudo que hay que esconderse para que tus vecinos, sean éstos ingleses, norteamericanos, franceses, chinos o coreanos, no vean cómo se te suben los colores a la cara porque, horror de los horrores, alguien en nombre de tu país se ha puesto a españolear.
Cuando españolean las embajadas, muy a menudo el rubor se convierte en sofoco, y hay que disimular como sea. La horterada es la nota dominante, el orgullo patrio se enseñorea de todo. El jabugo, el rioja y la tortilla de patatas parecen suficientes cartas credenciales para animar cualquier fiesta, y, en fin, el espectáculo acostumbra a ser bochornoso. Javier Marías lo describe en su novela Tu rostro mañana, en la que hay una “set-piece” brillante y divertida que habla de ese rubor, de esa vergüenza.
Pero ha habido otras maneras de hablar de nosotros lejos de nuestras fronteras. Lo hicieron, sobre todo en los años cuarenta, los intelectuales y los trabajadores que huyeron de la dictadura de Franco, formando en las filas de la resistance francesa o en los campos de concentración de Mauthausen; y en las universidades mexicanas y argentinas, donde dejaron testimonio de otra España, de otra forma de ser español.
La obra museística y bibliotecaria de la Hispanic Society of America es una buena muestra de esa otra forma de entender y exportar España. Pero es un ejemplo, por desgracia, bastante aislado. En el universo de la cultura, España arrastra siglos de tradiciones obscenamente iletradas y palurdas. Y, desde el punto de vista administrativo, las letras y las artes españolas han sido predio de políticos analfabetos y de escritores y artistas más expertos en estar cerca de la pomada que capaces de la excelencia en sus diversos oficios.
En Nueva York, el Instituto Cervantes de España ha tenido sucesivamente directores de alcurnia, desde Antonio Muñoz Molina y Eduardo Lago hasta el más reciente, Ignacio Olmos. Con embajadores así estamos a salvo. Pero, ¿cuántos tenemos de esa categoría repartidos por el mundo?