Las fotos desconocidas de Magritte, el visionario

Las fotos desconocidas de Magritte, el visionario

Una de las obras más reconocibles de René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967), muy acertadamente titulada La traición de las imágenes, presenta la clásica ‘bent’ con anillo de oro, para, debajo de ella, con aplicada caligrafía de colegial ligeramente escorada a la derecha, afirmar taxativamente “esto no es una pipa”. Presentar no es representar; del mismo […]

Una de las obras más reconocibles de René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967), muy acertadamente titulada La traición de las imágenes, presenta la clásica 'bent' con anillo de oro, para, debajo de ella, con aplicada caligrafía de colegial ligeramente escorada a la derecha, afirmar taxativamente “esto no es una pipa”. Presentar no es representar; del mismo modo que la sonrisa, en tantas ocasiones, es solo un mecanismo de protección ante lo que no comprendemos. “Las cosas reales no son las cosas vulgares y corrientes de nuestro alrededor inmediato. Solo en escasas ocasiones percibimos lo genuinamente real; y eso es lo que yo trato de expresar en mis cuadros”. A Magritte, por sus juegos mitad metafísicos, mitad icónicos, lo teníamos hasta ahora por el pintor de la semiosis y de la ambigüedad. Sus obras significan la puesta en cuestión de la percepción precondicionada, tal y como él mismo resumiera: “cuando las miras, puedes cuestionarte qué parte es imaginaria y cuál real. ¿Se trata de la realidad de lo aparente o de la apariencia de realidad?”. Pero hay otro punto de vista desde el que enfocar el asunto, el propuesto por Michel Foucault en su célebre ensayo Esto no es una pipa: “su pintura parece apegada, más que cualquier otra, a la exactitud de las semejanzas hasta el punto de multiplicarlas voluntariamente para confirmarlas: no basta que dibujo se asemeje a una pipa; es preciso que se asemeje a otra pipa dibujada que a su vez se asemeja a una pipa”. Y por fin llegamos a la fotografía, entendida como técnica que posibilita registrar fielmente la realidad, y que revela tanto lo presente como lo ausente en ella. Aunque antes debamos desviarnos brevemente hacia Bélgica. Hay un efecto que le es propio a la pintura belga, el del extrañamiento. Un 'ostranénie' revelador de una perspectiva nueva e insólita, que obliga al espectador a observar con una mirada limpia. Se trata de presentar la realidad en un contexto distinto al acostumbrado o, subrayando su carácter de representación, generar en el espectador una reflexión sobre las relaciones a tres bandas entre objeto y concepto, objeto e imagen, concepto e imagen. Este 'efecto de sorpresa', como lo denominara 'el precursor' Apollinaire, paladín de todo experimento de vanguardia, sería el percutor mismo de la bomba surrealista. Pero, en el caso de Bélgica, no tiene que ver tanto con escuelas o movimientos, como con un modo de ver íntimamente conectado a una esencia nacional, más una tradición que una tendencia. Lo encontramos en el irreverente festín carnavalesco, donde la máscara es el espejo del alma –si es que existen verdaderos seres humanos bajo ella, claro–, de James Ensor y en el nebuloso tenebrismo expresionista de Leon Spilliaert. En el misticismo decadentista de los paisajes de Fernand Khnopff, la perversidad al tiempo sublime y repulsiva de Félicien Rops y los fastos mistéricos, la belleza de la noche y la armonía del cuerpo femenino de Paul Delvaux. Y en los caligramas descompuestos de Magritte, claro. Porque la pintura belga es Magritte. Todos ellos son reveladores de esa realidad oculta tras lo cotidiano, paladines de un determinado realismo –del que decimos muy poco calificándolo de mágico– forjado aleando metafísica, provocación, misterio y paradoja, y con la forma de una llave que abre la puerta a la otra parte. Para el gran público, el arte es siempre desenlace. Un 'a posteriori' que deja oculto un momento mágico, el del surgimiento de la obra. Hay algo de epifanía en él, casi de revelación mística. Las fotos de Magritte –que vieron la luz pública a mediados de los años setenta del siglo pasado, casi una década después de su muerte, y de las que ciento treinta acaban de exponerse en la Bruce Silverstein Gallery del Chelsea neoyorquino– suponen, si no la revelación misma, sí al menos su anuncio. Algo así como profecías de sus cuadros. No solo forman parte de un proceso de investigación formal y conceptual formidable, son, por utilizar un símil, los relámpagos que, entre fulgores, adelantan el estruendo de los truenos. Valga como ejemplo la titulada 'La sombra y su sombra'. En ella aparecen, como en muchas otras, el pintor y Georgette, compañera y modelo, el uno detrás de la otra; los rostros seriados, las sombras acechando a la luz, la cortina casi teatral de fondo, el reto al espectador. No se trata de ninguna falsilla, de un simple juego visual preparatorio. Abundando en las relaciones entre la obra (de arte) y la realidad, entre lo representado y su representación, sirven de ampliación a su universo y su discurso pictóricos. Como en La Clairvoyance, instantánea en la que su autor se retrata pintando uno de sus célebres cuadros dentro del cuadro en un juego infinito de mise-en-abyme. También, y a un nada desdeñable nivel documental, sirven –ya que Magritte vivió por propia elección una vida anónima, alejada de toda publicidad– de retratos de familia, que muestran al hombre y no al pilar principal del surrealismo, como le definiera en cierta ocasión uno de sus compañeros. La dualidad del blanco y negro, idéntica a la del amor, el aire íntimo de lo privado, esto es, secreto; en ellas reencontramos el encanto encapsulado de los viejos álbumes fotográficos. Ya lo dejó escrito el mandamás Breton: “al principio no se trata de entender sino de amar”.
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