Arquitectura brutalista
Las modas, las tendencias e incluso los afectos responden a unas reglas indefinidas e inaprensibles. De la nada transitan a la omnipresencia para acabar en el silencio, cuando no en el desprecio. Una de las incógnitas de las teorías estéticas es precisamente cómo se genera ese zeitgeist, qué substancia transforma en imprescindible y relevante lo […]
Las modas, las tendencias e incluso los afectos responden a unas reglas indefinidas e inaprensibles. De la nada transitan a la omnipresencia para acabar en el silencio, cuando no en el desprecio. Una de las incógnitas de las teorías estéticas es precisamente cómo se genera ese zeitgeist, qué substancia transforma en imprescindible y relevante lo que antes ni siquiera existía. Cómo incluso aquello que fue abrazado apasionadamente y después fue olvidado e incluso vilipendiado, regresa cumpliendo su ciclo histórico. Con un aroma más allá de la nostalgia.
Es el caso actual del Brutalismo, la escuela arquitectónica que toma su nombre del término francés beton brut. Un material con el que empezaron a construirse edificios que expresaban la utopía que recorría el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, pero en los que también se transfería la oscuridad y el trauma que la contienda había proyectado en la memoria y las conciencias. No es de extrañar que estas moles elevadas en volúmenes impresionantes gracias a la plasticidad y resistencia del hormigón levantaran también recelos, ya que la memoria colectiva no podía desligar esas formas brutas de los búnkeres surgidos en cada rincón del viejo continente. Testigos de cargo de la violencia absoluta.
Fue Le Corbusier, una vez más el visionario arquitecto suizo-francés, quien abrió a las necesidades sociales del momento una herramienta de socialización a través de un material estético. Su Unité d’Habitation de Marsella, construida entre 1947 y 1952, lo que ahora entendemos como un simple bloque de viviendas y que se ha convertido en el hábitat natural de las grandes ciudades, fue en su momento un experimento para el que incluso sus habitantes fueron seleccionados de manera específica. Una revolución no solo social, sino también arquitectónica, que tomaba prestado de la escultura abstracta el expresionismo rítmico que después devendría en minimalismo. El hormigón permitía una construcción económica de escala masiva y rápida ejecución. Había que reconstruir Europa, proporcionar viviendas a las familias que habían perdido sus casas, que lo habían perdido todo. Renovar los planes urbanos de las urbes amputadas.
Europa, sin embargo, tenía planes más continuistas, pero Le Corbusier pudo aplicar los principios de socialización y popularización de su estética vanguardista en la ciudad india de Chandigarh, localidad cuyo trazado urbano tuvo la posibilidad de desarrollar y para la cual creo varias joyas brutalistas en forma de edificios administrativos, aparte de diversas residencias privadas y espacios públicos, e incluso mobiliario. Un vocabulario formal absoluto y un modelo que poco después sería replicado en Brasilia por Oscar Niemeyer, verdadero mago del hormigón armado.