
Burdeos, la ciudad que se alió con el tiempo
A tan solo 200 kilómetros de la frontera con España, Burdeos ha aprovechado su monumentalidad, reconocida por la Unesco, para convertirse en una ciudad abierta al mundo, en la que la arquitectura clásica sirve de escaparate para una oferta cultural, gastronómica y de ocio dinámica y contemporánea.
Los parisinos suelen decir que Burdeos es como París pero en pequeño; los bordeleses, que París es como Burdeos pero en grande. Dos puntos de vista para constatar una realidad: que la fisonomía de esta ciudad del suroeste de Francia, a apenas 200 kilómetros de la frontera con España, efectivamente, tiene mucho que ver con la de la capital parisina: una arquitectura clásica y neoclásica que luce en un conjunto armonioso de más de dos siglos de antigüedad y que le valió a la ciudad la entrada, en 2007, en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco.
El reconocimiento sirvió, no solo para preservar un irrepetible legado histórico, sino también para espolear innovadores proyectos que, con especial protagonismo del que fuera alcalde de Burdeos durante 22 años, Alain Juppé –también primer ministro de Francia durante dos ejercicios–, sirvieron para renovar la imagen de la ciudad mostrando abierta y definitivamente sus encantos: patrimoniales, por supuesto, pero también artísticos; naturales; gastronómicos y vitivinícolas; y, por supuesto, de ocio y shopping –que la red de tranvías que surca la ciudad esté alimentada por suelo, evitando catenarias e hilos eléctricos en superficie, es solo una muestra de los esfuerzos realizados–.
El protagonismo del río Garona en Burdeos, como el del Sena en París, es otro de esos elementos que alimentan las comparaciones. Precisamente, frente al Garona se encuentra una de las estampas más célebres de la ciudad –a la que pertenece la foto que abre este reportaje–: la Plaza de la Bolsa, construida a mediados del siglo XVIII y enaltecida casi tres siglos después por la construcción del Espejo de Agua, una gran instalación de 3.450 m2, con un depósito subterráneo de 800m3, inaugurada en 2006, que refleja edificios, cielos, atardeceres y paseantes en imágenes únicas y reconocibles que han convertido al lugar en un auténtico y espectacular símbolo de la ciudad.

Puede ser esa plaza, sin duda, el punto de inicio de una ruta patrimonial que podría discurrir por la Plaza del Parlamento, enmarcada por fachadas de la primera mitad del siglo XVIII; la iglesia de Saint-Pierre, en el corazón del laberinto de callejuelas del casco antiguo; la característica Puerta Cailhau, una de las históricas entradas de la ciudad construida a finales del siglo XV; la catedral de Saint-André; el monumento a los Girondins, de 43 metros de alto; o el Gran Teatro, sede de la Ópera Nacional de Burdeos, situado en la Place de la Comédie, con un majestuoso pórtico que da paso a un no menos espectacular interior.
Cualquier paseo debe incluir, para recorrer quizás con otra visión, un recorrido por la calle Saint-Catherine, presentado por su longitud de 1,2 kilómetros como una de las arterias comerciales más largas de Europa.


Antes de continuar enumerando los otros atractivos de Burdeos, queremos en este homenaje a la ciudad incluir una recomendación concreta para alojarnos. Porque, aunque la oferta de hoteles es numerosa, solo algunos son capaces de acompañar y elevar la experiencia a otro nivel. Villas Foch es, sin duda, uno de ellos. Se trata de un pequeño y exquisito hotel de cinco estrellas, junto al monumento a los Girondins –a apenas cinco minutos andando del casco viejo, por tanto–, situado en un palacete que parece reflejar la esencia patrimonial de la ciudad. Elegante, discreto, con una veintena de habitaciones de delicada y acogedora decoración, en su caso otros aspectos como el cocktail bar Le Ferdinand o el spa no son solo añadidos destinado a ampliar la oferta sin más, sino auténticos espacios de disfrute en un marco intimista y amable.
Salimos de nuevo a la ciudad para llamar la atención sobre uno de esos otros puntos de interés más allá de los patrimoniales. Hablamos de Les Bassins des Lumières, un centro de arte digital en el que las proyecciones cobran una dimensión superior por el lugar en el que suceden: una impresionante base de submarinos, vestigio de la Segunda Guerra Mundial, cuyas paredes y canales se suman al espectáculo hasta convertirlo, realmente, en único.

La Cité du Vin, mucho más que un museo de formas modernistas dedicado al vino en todas sus facetas; el Museo de Arte Contemporáneo, con un aire sin duda alternativo y enclavado en un imponente edificio patrimonial; o el barrio de Darwin, en la otra orilla del río, convertido en un ecosistema de espíritu sostenible para vivir, trabajar y reunirse, son otras de esas pequeñas grandes joyas que engrandecen una visita a esta ciudad francesa; sin olvidar, por supuesto, cualquier recorrido por los viñedos que rodean la ciudad.


Las recomendaciones culinarias tienen, en este artículo, dos vertientes. Una, completamente genérica para invitar al visitante a degustar un vino con queso en alguno de los muchos establecimientos del centro. La segunda, mucho más concreta, se centra en dos restaurantes de muy diversa índole: Zéphirine, un restaurante gastronómico, sin menú previo, con elaboraciones exquisitas de productos cuidadosamente seleccionados en los que manda la temporada y servidos en algo parecido a una relajada casa de comida de mesas de madera con mercado gourmet a la entrada. El otro restaurante sobre el que nos detenemos es Le Bordeaux, frente al Gran Teatro, un marco elegante y refinado para degustar la rica gastronomía local.