Visitamos la gran obra de Le Corbusier, la iglesia de Saint-Pierre
A mediados de los años veinte del siglo XX Le Corbusier enunció varios de sus principios arquitectónicos fundamentales. Uno de ellos se sintetizaba en el lema de que la casa moderna era ‘una máquina para habitar’. ¿Sería también la iglesia una máquina para rezar? Efectivamente. Toda la arquitectura se comportaba como un artefacto en la […]
A mediados de los años veinte del siglo XX Le Corbusier enunció varios de sus principios arquitectónicos fundamentales. Uno de ellos se sintetizaba en el lema de que la casa moderna era 'una máquina para habitar'. ¿Sería también la iglesia una máquina para rezar? Efectivamente. Toda la arquitectura se comportaba como un artefacto en la época boyante de las transformaciones técnicas y científicas. Ni la poesía, la pintura, la escultura o la arquitectura se hallaban fuera de la atmósfera industrialista convertida en el estilo y la morfología de la moral, el progreso y las relaciones humanas.
Del centro industrial partían los demás ámbitos expresivos. Los productos se ofrecían en serie a partir de las naves fabriles, el consumo se democratizaba con el patrón del prêt a porter, los mecanismos se introducían en los poemas que proclamaba Mallarmé y traspasaba los cuadros de Léger. También los cuadros de Le Corbusier, que pasó la vida rabiando porque se le reconociera como arquitecto genial y sólo como pintor mediocre. O del montón, puesto que el amontonamiento de cubistas y sus variaciones geométricas atestaban la época de la máquina. Las aristas, las poleas, los engranajes, el patronaje son elementos de todas las artes y la arquitectura lo representa en el racionalismo de sus formas, en el estilo racionalista como asunción de todas las ideas imperantes en la producción general.
Esta iglesia de Saint Pierre, tras su reconstruccion, posee el aspecto de una fábrica de yeso. Su composición se congrega en torno a una potente chimenea que asciende imprecatoria hasta el cielo. Por la cúspide de la chimenea salen los humos o plegarias de los fieles, la ofrenda de sacrificios reelaborados por la fábrica y transformados en oraciones eficientes para conmover a la Providencia.
La religión reproduce a través de su liturgia el proceso industrial de producción de bienes. Las materias primas son los sentimientos, contriciones, atriciones, promesas, que llegan desde el corazón de los feligreses y en la parroquia se transforman en artículos dignos de ser metabolizados por el cuerpo del Creador. De este modo el Creador obtiene el tributo de sus siervos y se complace, como un Gran Empresario, en la productividad de su Gran Empresa.
El testimonio de esta iglesia, en cuanto 'máquina para rezar', máquina que racionaliza la vida en lugar de dejarla gobernada por el pensamiento mágico, posee también una vertiente ética engastada en la primera. El funcionalismo de la época fabril vindica la idea aristotélica que reúne en un modelo el ideal de lo bueno, lo bello y lo útil. La belleza de la simplicidad es fácilmente compatible con un precio más bajo y al alcance de las masas. Como la producción en serie, la arquitectura funcional aspira a abaratar los costes y cumplir una labor social. De este modo, lo simplificado para la función se corresponde con lo bueno para la población.
En cuanto a la belleza, siempre fue más difícil de hacer entender. Adolf Loos, en el secesionismo austriaco, definió de delito al ornamento y la más famosa de sus conferencias lleva por título 'El ornamento es crimen'. El diseño desnudo, destinado a funcionar sin aderezos ni costes añadidos, fue el emblema de los arquitectos. Vitruvio, el gran maestro de maestros, consideraba que la arquitectura debía abordarse desde el punto de vista de la durabilidad, la conveniencia, y la belleza.
El legado de Vitruvio
Entre los arquitectos, se oye la palabra Vitruvio y todos caen de hinojos. Marco Vitruvio Polión vivió en el siglo I antes de Cristo y su texto técnico 'De architectura libri decem' ('Los diez libros de la arquitectura') ha permanecido de pie hasta nuestros días. Vitruvio aúna la teoría con la práctica, la belleza con la normativa. No debe considerarse extraño que entusiasmara especialmente a los corbusianos. Como Vitruvio, arquitecto militar, Le Corbusier sacaba de quicio a sus colaboradores por la inflexibilidad y disciplina que imperaba en su estudio.
Con este orden se inspiran sus proyectos trazados con escuadra y cartabón más una gruesa gota de coquetería, que los colma de encanto. Imitar a Le Corbusier se hace, por ello y, más allá de las apariencias, altamente difícil. Las líneas rectas no guardan secretos para los demás, pero el empleo de otros elementos característicos suyos como son los pilotes, el tejado-jardín, los diafragmas o la planta libre y las proporciones son la sutil marca de la casa.
Dentro del espacio eclesial de Le Corbusier, como dentro de las iglesias de Brunelleschi, se reza entre la austeridad y el recogimiento. Se reza de verdad, se reza productivamente. Si la belleza ha sufrido la fama de ser cosa superficial o superflua, Le Corbusier demuestra de qué modo se convierte en circunstancia profunda, no superflua sino íntima, no trivial sino estricta. De esta belleza nace el misterio gozoso de su obra, el goce de la belleza confundido con la pureza de la forma y la utilidad de la función.