Concorde: el supersónico que voló demasiado alto es ahora pieza de museo
Fue en el mismo año en que se empezó a ver la Luna con otros ojos. Aunque la gesta de la misión Apolo XI y su aterrizaje en suelo lunar en plena carrera espacial tiene mucho de espejo de la terráquea guerra fría que mantenían EE UU y la URSS, lo cierto es que en […]
Fue en el mismo año en que se empezó a ver la Luna con otros ojos. Aunque la gesta de la misión Apolo XI y su aterrizaje en suelo lunar en plena carrera espacial tiene mucho de espejo de la terráquea guerra fría que mantenían EE UU y la URSS, lo cierto es que en 1969 muchos eran los motivos para mirar el cielo: había allí algo de modernidad, del futuro recientemente anticipado por Stanley Kubrick con su metafísica odisea espacial.
La década que concluía, en su conjunto, es considerada la edad dorada de la aviación, con nuevas máquinas, los aviones a reacción, los jets, que revolucionaron el viaje de largas distancias. De hecho, en febrero de ese año el Boeing 747 iniciaba un dominio de tres décadas, hasta la irrupción del Airbus A380, como el mayor avión de pasajeros.
Pero otra estrella parecía asomar. El 2 de marzo de 1969, en la francesa Toulouse, el Concorde 001 hizo su vuelo de prueba inaugural: nada menos que un aeroplano supersónico –es decir, que supera la velocidad del sonido: 1.225 km/h– con ambición comercial. Su aparición era producto de la asociación desde 1962 de dos potencias europeas, Gran Bretaña y Francia, a través de las compañías estatales British Aircraft Corporation y Aérospatiale, respectivamente.
El nombre del avión, Concorde, elegido de mutuo acuerdo, venía a ejemplificar la avenencia de ambos países, aunque hubo algún pequeño desliz en la relación cuando el primer ministro británico, Harold Macmillan, tras una disputa con el presidente francés, Charles De Gaulle, pretendió darle un carácter más anglófilo al nombre y quitarle la ‘e’ final; pero finalmente, la concordia prevaleció.
Lo que también predominó fue la excelencia en el diseño del bólido. Muchas cuestiones tuvieron una resolución que marca el alto estándar al que debieron entregarse sus creadores. Uno era el sistema de propulsión, los motores, que fueron encargados a –nada menos– Rolls Royce, y que estaban controlados electrónicamente, toda una novedad por entonces.
Otro tema fundamental pasaba por la aerodinámica, lo que derivó, junto a la afilada nariz, en una marca de pertenencia, las icónicas alas delta. También hubo que dar solución al tipo de pintura exterior a utilizar, que tendía a disolverse debido al rozamiento del aire a la velocidad supersónica, o la propia presurización de la cabina, es decir el oxígeno que llegaba a tripulación y pasajeros, un tema nada menor a los 18.000 metros de altura en los que surcaba la estratosfera –frente a los 10.000 o 12.000 de los vuelos convencionales– y le permitía volar con poca incidencia de las condiciones meteorológicas.
Todos estos elementos, y otros tantos que dejaron huella, como el primer uso de neumáticos de carbono, dotados a su vez de frenos de fibras de carbón, por ejemplo, terminaron por darle un carácter revolucionario. Un dato final, quizá el más relevante, sirve para justificar la afirmación anterior: podía superar los 2.100 km/h, lo que le permitía hacer la ruta Nueva York-Londres en tres horas, aproximadamente la mitad del tiempo de un avión convencional.
ATENCIÓN Y PRECIOS A LA ALTURA
Volar en el Concorde, además, pasó a ser un símbolo de prestigio económico y social, pero especialmente sinónimo de elegancia y lujo. El viajar es un placer que nos suele suceder decía aquella letra de una canción de 'Los Payasos de la Tele'. Aquí se cumplía la primera mitad de la premisa: era un placer en el sentido sibarita del término; pero la segunda precisaba de un desembolso de unos 10.000 dólares, garantía de una plaza y unas atenciones a las que hoy no sería erróneo calificar como premium XXL.
El menú a bordo en aquel vuelo inaugural tuvo la firma del chef francés Paul Bocuse, y de ahí en adelante esa fue la vara de medir, con estrellas Michelin tomando los mandos gastronómicos. Canapés de caviar, langostas, trucha oceánica, champán Dom Perignon, una selecta gama de vinos... Todo eso y más podía estar en la carta, con cubiertos diseñados, por ejemplo, por Raymond Loewy. A propósito del menú y la influencia que hoy sigue teniendo todo lo que rodea al avión, es posible encontrar a la venta en un portal de la red una carta de un vuelo del año 2000 por la módica suma de 895 libras, unos mil euros.
La irrupción de este ingenio aéreo quedó representada en la cultura popular. El comediante Bob Hope resumió así la posibilidad de conectar dos continentes en tan poco tiempo: “El Concorde es genial –dijo–. Te da tres horas extra para encontrar tu equipaje”. Woody Allen lo utiliza en su película 'Todos dicen I Love You' en boca de uno de sus personajes: “Me voy a suicidar. Debería ir a París y saltar desde la Torre Eiffel. De hecho, si tomara el Concorde podría estar muerto tres horas antes”. Dos películas, incluso, lo tuvieron como protagonista y escenario principal: la italiana 'Operación Concorde' y la producción hollywoodense 'Aeropuerto 79' ('The Concorde... Airport ‘79', en su título original). Un último apunte: con ocasión del evento Live Aid, dos conciertos simultáneos realizados el 13 de julio de 1985 en Londres y Filadelfia para recaudar fondos para Etiopía y Somalia, el batería y cantante Phil Collins actuó en ambos gracias a que pudo cruzar el océano en Concorde.
Finalmente, la decadencia llegó entre polémicas. Por un lado, desde Estados Unidos hubo intentos de boicoteo basados en acusaciones manifiestas de polución sonora y medioambiental –ambas descartadas por la propia Suprema Corte del país–, y otras subyacentes que cabría enmarcar en una guerra comercial. Por otro lado, sus detractores europeos mencionaban en su contra los altos costes de fabricación (tres veces el de un Boeing 747) y mantenimiento, casi el doble de consumo de combustible, y la duda de la existencia de un mercado que en definitiva solo aseguraba ahorrar un poco de tiempo a unas cuantas personas ricas.
La realidad fue más cruda. La crisis petrolera de 1973, una nueva percepción sobre la contaminación medioambiental, el fatal accidente de julio de 2000 y el ataque a las Torres Gemelas marcaron la senda del museo, donde hoy existen algunas de la veintena de máquinas que llegaron a fabricarse: siete se los quedó British Airways, otros siete Air France, y los seis restantes nunca llegaron a despegar.
El accidente de 2000, en el que murieron los 109 pasajeros y cuatro personas que se hallaban en tierra, fue el único que sufrió a lo largo de su vida útil, aunque posteriores investigaciones determinaron que se debió a que, al despegar del parisino aeropuerto De Gaulle, la máquina pasó sobre la pieza metálica desprendida de otro avión, lo que provocó la rotura de un neumático y un efecto en cadena que hizo estallar uno de los tanques de combustible.
Es difícil asegurar si la era de los aviones supersónicos ha quedado atrás, pero sí, como en esa canción de Amaral –una metáfora sobre la pérdida de la inocencia–, que “ya no verás volar más el Concorde sobre nuestras cabezas”.