Retrato de Giacomo Casanova (1725-1798) atribuido al pintor Francesco Narici.

Giacomo Casanova y el imperio de los sentidos

Venecia celebra con exposiciones y conciertos, en el tricentenario de su nacimiento, a Giacomo Casanova, libertino y aventurero, viajero infatigable, icono de estilo y autor de Historia de mi vida; un homenaje al que nos sumamos.

Hay personas de los que creemos saberlo todo y a los que, en cambio, a duras penas conocemos. Pues, ¿cuál es el verdadero rostro detrás de la máscara pública que, en mayor o menor medida, nos encubre o disfraza a todos? Y más aún en el caso de un hombre devenido no solo mito, sino finalmente arquetipo (es decir, una “representación que se considera modelo de cualquier manifestación de una realidad concreta”). Algo –estarán ustedes de acuerdo– mucho más poderoso y atractivo, y al tiempo resbaladizo, que todas las certezas más o menos prosaicas y los innumerables acontecimientos de una vida fabulosa que comenzó hace ahora 300 años en una minúscula callejuela veneciana a pocos pasos del Gran Canal veneciano. Allí, en una de sus fachadas, bajo la placa que nombra la rebautizada Calle Malipiero, hay otra que señala: “En una casa de esta calle, llamada antiguamente De la comedia, nació el 2 de abril de 1725 Giacomo Casanova”. Solo que la duda, infatigable, vuelve a salirnos al paso: recientes investigaciones apuntan a que en realidad habría venido al mundo en la Calle De le Muneghe, pero al ser sus padres comediantes… ¿Qué importarán los hechos cuando es posible forjar una leyenda?

Y, así, en el tricentenario de su nacimiento, Casanova permanece inamovible en el imaginario colectivo como modelo del seductor narcisista y cínico, un Don Juan sin moral ni escrúpulos. Aunque ‘solo’ tuviese 132 partenaires –cifra que las conquistas de Charlie Sheen o Julio Iglesias hacen pasar casi por mojigatería– y, según sus exégetas, todas ellas lo amasen. Y pese, incluso, a su propio credo erótico: “El hombre que se sabe amado –dejó dicho– da más importancia al placer que procura que al que recibe”.

Poco importa. Esa tenaz –y reductora– imagen no lo abandonará jamás. Como apunta el escritor y editor Jaime Rosal del Castillo en su prólogo al imprescindible Los últimos años de Casanova (obra de Joseph Le gras y Raoul Vèze, publicada por primera vez en París en 1929) “sus célebres hazañas galantes, es de lamentar, en muchas ocasiones han empañado el brillo de sus variados talentos, que, como es bien sabido, abarcaron desde la música a la literatura, y desde las artes esotéricas a las ciencias exactas”.

Un talento de múltiples facetas

Bien cierto. De origen humilde, pero extremadamente inteligente, políglota y con maneras y gustos refinados, Giacomo Casanova estudió leyes, se ordenó sacerdote, fue soldado, diplomático y espía, además de un incansable viajero –sus relatos permiten calcular que durante su vida recorrió unos 40.000 kilómetros, distancia equivalente a una vuelta al mundo completa siguiendo la línea del ecuador–, brillante hombre de ciencias –que cultivó las matemáticas, la geografía y la química, así como la alquimia–, violinista profesional, consumado tahúr, adivino e ilusionista, y lo que es un poco la misma cosa: falso médico.

Consciente de sus numerosas facetas y capacidades, él mismo se definió como un hombre “flexible, insinuante, gran disimulador, impenetrable, servicial y de forma frecuente falsamente sincero”. Y gracias a esas dotes, a las que habría que sumar su encanto, una audacia sin límites y un físico privilegiado –alto y corpulento, de pelo moreno rizado, ojos claros y nariz aguileña–, más su condición de árbitro del estilo masculino (el veneciano Palazzo Mocenigo le dedica estos días, hasta el 27 de julio, la exposición titulada, precisamente, El seductor. La renovación de la imagen masculina en la época de Casanova) gracias a una apariencia siempre impecable, trató a Federico II de Prusia, Catalina la Grande, Luis XV, Carlos III de Borbón o Jorge III de Inglaterra; a los Papas Benedicto XIV y Clemente XIII; al Cardenal Richelieu; a Voltaire y Rousseau; a Benjamin Franklin; a Mozart y Lorenzo da Ponte; a Goethe, a James Boswell o a Francesco Sabatini entre muchísimos otros.

Pero no todo serán recepciones en las principales cortes europeas, protectores y mecenas aristocráticos, seducción y éxito en su vida, que abunda igualmente en el escándalo y el infortunio, en penurias económicas, estancias en prisión y sucesivos exilios desde 1755. Y, si de joven se había divertido –y de paso demostrado sus vastos conocimientos y aún mayor ingenio– escribiendo tragedias con música y ballet, comedias arlequinescas, libros de viajes imaginarios o polémicos ensayos filosóficos, en su madurez, y tras fracasar en diversos intentos para mejorar su maltrecha situación económica, decidirá aceptar el puesto de bibliotecario en el castillo de Dux (hoy Duchcov, República Checa) y consagrarse por completo a la literatura. No tanto para ganarse la vida como para apostarlo todo a la posteridad.

Allí novelará sus vivencias en Historia de mi vida, la monumental obra (valga como referencia que ediciones actuales la presenten en dos volúmenes con más de 3.500 páginas) por la que se le recordará. En la carta mediante la que acepta el puesto de bibliotecario, le escribe a su empleador, el conde de Waldstein: “Miradme, he recorrido los países del mundo, las cárceles del mundo, los lechos, los jardines, los mares, los conventos (…). Escuchadme, señor, de Madrid a Moscú he viajado en vano, me persiguen los lobos del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas detrás de mi persona, de lenguas venenosas. Y yo solo deseo salvar mi claridad, sonreír a la luz de cada nuevo día, mostrar mi firme horror a todo lo que muere. Señor, aquí me quedo, en vuestra biblioteca. Traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces, sueño con los serrallos azules de Estambul”. Rien ne va plus!

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